jueves, 12 de marzo de 2009

Nubes negras

Desde hace tiempo he formulado una teoría. Cuando alguien bueno muere, el cielo se pone gris y, la mayoría de las veces, llueve. El cambio de clima es radical: hoy era un día soleado y de pronto, hubo truenos, el cielo se puso gris y empezó a caer una ligera llovizna. Sobra decir que murió alguien. Se trata de la mamá de una amiga. Nunca la conocí, pero fue una buena persona.

Recuerdo que algo similar pasó cuando murió mi abuelo Pablo. Él murió en Guanajuato. (Ahora que lo pienso, murió como Tomás de Aquino: se cayó de una burra). Si bien mi abuelo no fue un hombre letrado (no aprendió a leer ni a escribir) sacó adelante a una familia numerosa y, podría decir, que fue una gran persona. El día de su muerte, mi hermano y yo no fuimos a Guanajuato, pero recuerdo una lluvia torrencial. (Mis padres también me contaron de un aguacero en Penjamo). Quiero advertir que en mi teoría, la intensidad de la lluvia tiene poco que ver con el grado de bondad de la persona fallecida. La teoría no es tan elaborada.

A mí me gusta ver llover. Demasiado. También siento mucho las pérdidas, en especial, cuando se trata de gente muy cercana a mí. En este caso, la muerte de la señora Ruiz, me duele, sobre todo, por el dolor de su hija. Rocío espera a su tercer bebé y la abuela estaba muy contenta y, de hecho, planeaba un baby shower.

Empecá a escribir este post para recordar este suceso que, seguramente, marcará la vida de muchas personas, entre ellas Daniela.

2 comentarios:

Rodricus dijo...

Amigo Miguel, me gusta mucho tus ideas. No sé si cuando la gente buena muere llueva, pero elijo pensar que así es.

Tu entrada me hizo recordar vívidamente un cuento de Juan de la Cabada. Cuento terrible. Como no lo encontré en ninguna página decente a dónde referirte, no me queda mas que compartirlo en este espacio.

"La Llovizna"
Juan de la Cabada

Desde hace algún tiempo, desde que me enriquecí con la dichosa guerra mundial y me casé y vinieron los hijos, no puedo ya contar un cuento. Antes solía contarlos bien. ¡Ay, entonces era libre! Ahora, en cambio: ¡los hijos! ¡Miedo me da que cunda el mal ejemplo! ¿Por qué no acierto a decidirme? Quizá porque los negocios me acostumbraron a los testimonios del señor cura, del notario, de un juez o de cualquier otra persona.
"Ahí está don fulano que lo diga".

Empero, solo, sin testigos, venía yo una de estas noches de niebla y menuda llovizna, corriendo sobre la oscura carretera.

Sí: al timón de mi automóvil, fijos los ojos en los haces de luz que derramaban los fanales del vehículo, traía yo prisa y una rabía contenida, cierto temblor inexplicable y muy malos pensamientos, al ver que las luces opacas de unas linternas, como de gentes que con sus manos las moviesen a todo lo ancho del camino, me obstruían el paso.

Ni pitos ni sirenas, ni voces que denotaran el hecho de que acabase de ocurrir un accidente desgraciado. "¿No será que tratan de asaltarme? ¿Y quién dice que sean solamente ésos? Habrán de tener cómplices, ocultos a lado y lado. Entonces, entonces... si no paro y los atropello, me dispararán los otros por la espalda. Pero, ¡qué demontre!, si aquí traigo cargado mi revólver. ¿A qué, pues, miedo y tales aflicciones? Alguna vez tengo que usarlo" - pensé; apronté el arma, y paré el auto.

-¡Qué hay! dije brusco y en voz alta.

Los de las linternas se acercaron.

Me parecieron cuatro infelices indios, de esos que uno en seguida reconoce como el prototipo de nuestro albañiles, mitad obreros industriales y mitad hombres de campo.

A la luz de mis reflectores vi los ocho huaraches de sus pies mientras se aproximaban. El resto de sus indumentarias eran overoles, sombreros de petate y un paliacate al cuello.

-¿Qué hubo? - volví a gritarles cuando los tuve cerca y pude verles las caras.

Entretanto llegaban, con sus linternas en alto, me guardé la pistola debajo de la pretina del pantalón, y para ganar facilidad de movimiento desabroché los tres botones inferiores de mi chaleco, prevenido, por si acaso.

Uno de ellos, el de mayor edad, ya vejancón, usaba grandes bigotes caídos; dos aparentaban unos treinta años, y el último, el más jóven, menos de veinte.

-Patrón -dijo el viejo-, tenemos de precisión que dir a México, porque debemos dentrar tempranito, mañana lunes, al trabajo.

¿Acaso me olvidé? ¿No dije al comienzo que aquella noche de marzo, cuando regresaba a reponer las fuerzas con mi paseo de fin de semana, era la de un domingo? Creo que sí, ¿o no?

A las palabras del viejo, ardido yo por el miedo que me habían hecho pasar y animado de un puntilloso, muy lógico, deseo de venganza, modulé ciertos ruiditos de chistante desdén al par que meneaba de igual manera de significación negativa la cabeza.

-Se nos hizo tarde, jefe -agregó uno de los otros indios-.

Era bueno tomarse tiempo de pensar, a la vez que atormentarlos un poco, y así, yo ni aceptaba ni decidían negarme la palabra.

-Por favor, patrón, como ya no pasan los camiones. . . y como usted lleva nuestro mismo rumbo.

Intervino el más joven:
-Sólo semos albañiles...- y sonrió, inocente, o malicioso en alusión velada.

Observé su vista socarrona en un rostro demasiado perspicaz, y tan claro fue para mí lo que insinuaba, que negarme sería como demostrar señales de aquel miedo y rebajarme. iY esto no!

-iAcomódense ustedes tres en el asiento de atrás! -dispuse-.
Tú, viejo, ven adelante conmigo.

Al punto apagaron las linternas, y a la carrera cumplieron mis órdenes.

No cesaba la llovizna.

Libré del freno a mi automóvil, aceleré y seguí la marcha.

Los de atrás sólo dijeron unas cuatro frases; recuerdo bien:

-¿Cómo estará Usebita?
-Pos ya ves.
-Tan bonita.
-Tan luciditos sus siete años.

Y en adelante se pertrecharon en un mutismo empecinado. Nada de una risa, ni la menor muestra de expansión, de franqueza propia de habitantes de otras tierras, sino el mutismo ése que impone zozobras, desconfianzas, sospechas, o doblega, deprime, aplasta el ánimo. Además la obscuridad al filo de continuos precipicios... las circunstancias... esa tenaz llovizna fúnebre y hasta las linternas, cuya visión, con sus opacas luces agitándose en la bruma, estaba todavía en mi retina...

De lejos, ya el aliento del viejo despedía tufos de un alcohol tan malo que sentí, ahora de cerca, al volver la cara y hablarme, un asco insoportable. "¡Indio borracho!"

-Esta agüita no entrará ni siquiera cuatro dedos dentro de la tierra, ¿verdad, patrón?
-¡Ujú!- respondí, conteniendo el resuello.

Tras breve silencio, insistió:
-Ni dos dedos, ni dos dedos, ¿no cree, patrón?
-Sí, claro- dije. Había que armarse de paciencia.

Otro intervalo, y lo mismo:
-Ni tantito así,¿eh, patroncito?

Y luego, a cada rato:
-Pos ni tantito, ni tantito puede ser... ¿verdad, señor?

Corría el coche a toda su marcha y volví a sentir miedo. ¡Esas cosas del instinto! Ya se sabe lo que son los indios con su lenguaje de retruécanos, y con la misma cantinela ¿qué querría decir éste, o dar a entender a los otros, que continuaban clavados, fijos, en su mutismo empecinado?

¡Si fuesen de veras piedras, inofensivas piedras... pero eran seres humanos!

Por cierto que aún lloviznaba y la carretera estaba desierta, dentro de un negror frío de niebla espesa.

Mis temores venían a ráfagas; mas lograba disiparlos el pensamiento en la seguridad de mi revólver.

-Ni dos dedos, ¿eh, jefe?
-iAjá!
-Ni uno...
-¡Ujú!
Y persistía:
-Ni siquiera uno... Ni siquiera un dedo, ni tanto así...
-Claro.
-Porque esta agüita sólo la manda Dios para refrescar las siembritas...
-Naturalmente.
-Para refrescar las siembritas y no para que entre mucho en la tierra... ¿verdad?
-Verdad.
-¿Verdad? ¿Verdad que sí, patrón?
De pronto el motor del automóvil empezó a demostrar síntomas de haberse calentado en exceso.

En cuanto llegamos al primer pueblo, paré y dije a los hombres lo que pasaba.

El viejo se ofreció para ir a una tienda próxima a traer una cubeta de agua.

Y entonces, mientras una luz fuerte destacaba su lejana figura frente al marco de la tienda, el más joven de los tres que se quedaron, acercó su rostro a mis espaldas y dijo desde atrás:
-¡Patrón!
Volví la cabeza.
-Es mi padre, patrón.
Se detuvo como hace todo indio para tomar resuello, y otro dijo:
-El padre está bebido.
El más joven continuó:
-Perdone, pos dice todo eso porque venimos de nuestro pueblo adonde juimos a enterrar a mi hermanita... la mera verdá, patrón, que semos albañiles.

Yo no pedía ninguna explicación; pero el tercero añadió aún:
-No quiere que l'almita se moje allí abajo, dentro el cuerpecito.

Continuaron la obscuridad, el misterio y la llovizna, el misterio y la obscuridad en el camino...

¿Dije que tenía yo dos hijos: una niña y un niño? Pues la niña se enfermó.

Y ahora, duro como soy de corazón, así que ha muerto ella, me pongo blando a veces en el auto. llueve y recuerdo tal un soplo:

-¿Cómo estará Usebita?
-Pos ya ves.
-Tan bonita.
-Tan luciditos sus siete años.

Roberto Rivadeneyra dijo...

Aunque escribes poco, Pasa, leerte me inspira y siempre me obliga a reflexionar ciertas cosas. En este caso, sobre la muerte. Tu sensibilidad contrasta con mi insensibilidad hacia este tema. La frialdad con la que miro la muerte y analizo este hecho me hace pensar que realmente no quiero enfrentar una emoción que probablemente no pueda controlar. Sin embargo, según yo lo hago porque es inevitable y tengo que convencerme de que todo lo material perece y que esto no debe generarme desequilibrio emocional alguno. Como te digo, me pones a reflexionar...